2013, ene. 26

Un lector

Se despertó y pensó. Caminó despacio, fue al baño, se lavó los dientes, desayunó y se lavó los dientes otra vez. Ojeó el periódico: nada interesante ahí. Un baño, ropa limpia; al sillón. «vivir», pensó, y al hacerlo se encendieron las velas que dan calor a su pecho. Miró sus manos las sintió fuera de sitio. Se acercó a su librero y con cuidado seleccionó lo que sería su próxima aventura, su siguiente experiencia de humanidad. Acarició el lomo y saboreó el exquisito olor de la piel. Ya sentado, lo abrió con delicadeza y trató de penetrar suavemente en la página de la portada: se trataba de un nacimiento y cualquier cuidado era poco para conservar la pureza y asegurar un arribo tranquilo a este mundo nuevo: el suyo, el del que está sentado en el sillón y aprecia el olor de la piel y la suavidad del papel.

Posó sus ojos sobre las líneas y comenzó a creerse en otro lado y a ser otra persona; comenzó a caminar por calles peligrosas e inseguras, sintió el terror cuando era jalado de su brazo hacia un rincón obscuro, sintió su alma desgarrada y conoció la maldad humana que acecha la inocencia de su presa. Vivió y declarose conquistador de la humanidad de los humanos. Mientras sus manos, sudadas, se aferraban a la textura suave de las pastas, los bloques de letras a los que aferraba su vista eran cada vez más dulces y un mundo de colores invisibles llenaba el papel que con atención seguía blanco, pero que al menor descuido era un arcoiris de colores pastel.

Vivió. Vaya que vivió… conoció todo lo conocible y dijo a sus compañeros que lo escuchaban en el café todo lo que hay que decir sobre la vida y el mundo. Aconsejó desde sus libros, tomó decisiones, no vaciló en dedicar su tiempo a estudiar qué era tan maravilloso respecto de vivir mientras estás sentado en un sillón y ya sólo le preocupaba el mundo de sus necias fantasías más, mucho más que por el mundo de sus necios dolores, de su sucia y estorbosa carne. Y aunque parezca increíble, había a quienes les interesaba saber sus elucubraciones. Un día, con poca fortuna, hasta se atrevió a replicar análogamente la experiencia de su vida-vida.

Toda su vivienda era un cuarto. Dormía en una colchoneta y tenía por muebles sólo una mesa de madera rústica y el sillón más cómodo que haya podido encontrar. Todas las paredes estaban cubiertas de libros y algunos que ya no cabían formaban pilas en el piso. Su cuerpo era magro, pero para él sólo significaba el pretexto maldito para poder seguir leyendo. Si había un pecado original por el que estábamos pagando, el castigo era sin duda, tener que hacer funcionar los riñones, el estómago, el corazón, el hígado. No necesito un corazón para sentir amor, ni necesito un estómago para sentir la muerte, ni necesito amar para amar, ni ser amado para sentirme amado. No tengo que caminar para caminar, nada tengo que hacer para hacerlo. Nada necesito…

Así pensó y así lo hizo. El aire pesado de su cuarto casi le adormecía los ojos cuando lo decidió: comenzaría a deshacerse de su cuerpo… poco a poco lo iría mutilando hasta quedar sólo sus ojos «Es lo que veo todo lo que soy». Tomó el cuchillo de sobre la mesa y lo enterró en su rodilla izquierda. Entonces, un grito de inmenso dolor se apoderó del cuarto y los ecos ocuparon todo el espacio de habitación durante dos segundos. Repentinamente, volteó hacia sus libros intrigado ¿Qué clase de dolor era este que ninguna lectura lo había prevenido para vivirlo? para vivirlo… ¿En qué clase de momento se encontraba que el foco único del ser estaba en su pierna? Momento maldito en el que había sentido cómo todo pensamiento se desvanecía en nada y toda su mente era ocupada por el dolor y el ardor… y la sangre, cuánta sangre.

Al rato llegaron los paramédicos. Su vecina los había llamado luego del grito que había tenido, ése sí, como un parto. Su cuerpo estaba casi frío y él apenas consciente balbuceaba tratando de hacer una pregunta corta que sus labios ya jamás articularían: “¿Cómo?”. Luego ya sólo sintió el calor del cuerpo del enfermero que lo abrazaba par subirlo a la camilla y el de sus manos que le levantaban la mirada para encontrarse con la suya y para hacerle una indicación imposible: “Quédese conmigo”. Simplemente cerró los ojos y su último pensamiento fue “amor…”.